En aquel Macondo
olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan
tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por
la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el
estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los
únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra.
….. Desde la tarde del primer amor, Aureliano y Amaranta
Úrsula habían seguido aprovechando los escasos descuidos del esposo, amándose
con ardores amordazados en encuentros azarosos y casi siempre interrumpidos por
regresos imprevistos. Pero cuando se vieron solos en la casa sucumbieron en el delirio
de los amores atrasados. Era una pasión insensata, desquiciante, que hacía
temblar de pavor en su tumba a los huesos de Fernanda, y los mantenía en un
estado de exaltación perpetua. Los chillidos de Amaranta Úrsula, sus canciones
agónicas, estallaban lo mismo a las dos de la tarde en la mesa del comedor, que
a las dos de la madrugada en el granero. «Lo que más me duele -reía- es tanto
tiempo que perdimos.»
En el aturdimiento de
la pasión, vio las hormigas devastando el jardín, saciando su hambre
prehistórica en las maderas de la casa, y vio el torrente de lava viva
apoderándose otra vez del corredor, pero solamente se preocupó de combatirlo cuando
lo encontró en su dormitorio. Aureliano abandonó los pergaminos, no volvió a
salir de la casa, y contestaba de cualquier modo las cartas del sabio catalán. Perdieron el sentido de la realidad, la noción del tiempo,
el ritmo de los hábitos cotidianos. Volvieron a cerrar puertas y ventanas para
no demorarse en trámites de desnudamientos, y andaban por la casa como siempre
quiso estar Remedios, la bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del
patio, y una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la
alberca. En poco tiempo hicieron más estragos que las hormigas coloradas:
destrozaron los muebles de la sala, rasgaron con sus locuras la hamaca que
había resistido a los tristes amores de campamento del coronel Aureliano
Buendía, y destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse
en tempestades de algodón.
Aunque Aureliano era un amante tan feroz como su rival, era
Amaranta Úrsula quien comandaba con su ingenio disparatado y su voracidad
lírica aquel paraíso de desastres, como si hubiera concentrado en el amor la
indómita energía que la tatarabuela consagró a la fabricación de animalitos de
caramelo. Además, mientras ella cantaba de placer y se moría de risa de sus
propias invenciones, Aureliano se iba haciendo más absorto y callado, porque su
pasión era ensimismada y calcinante. Sin embargo, ambos llegaron a tales
extremos de virtuosismo, que cuando se agotaban en la exaltación le sacaban
mejor partido al cansancio.
Se entregaron a la idolatría de sus cuerpos, al descubrir que
los tedios del amor tenían posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las
del deseo. Mientras él amasaba con claras de huevo los senos eréctiles de
Amaranta Úrsula, o suavizaba con manteca de coco sus muslos elásticos y su
vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura de Aureliano,
y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con
carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de
papel plateado.
Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones
en almíbar, se lamieron como perros y se amaron como locos en el piso del
corredor, y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se
disponían a devorarlos vivos.
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